Pesca mayor
Como es tradicional la mayoría de las anécdotas que me suceden son en función de que mis hijos se aburren todos los fines de semana, y aún más durante las vacaciones de julio. También, y aunque parezca que no guarda relación alguna , quiero contar que mucha gente me envía montones de correos que siempre traen el mismo contenido y siempre los borro antes de abrirlos, pero no hay caso y cada pocas semanas esos correos se las ingenian para regresar tan campantes como boomerang mimoso, sin guardarme el mínimo rencor. Y si cometo el error de abrirlos, se repite una y otra vez el tema de la nostalgia recordando nuestra niñez en los años sesenta, setenta y ochenta, lo que hacíamos para divertirnos, los juegos rudimentarios que practicábamos sin soñar siquiera que algún día aparecerían el Play Station y un muchacho de profesión plomero llamado Mario Bros.
La primer semana de julio decidí llevar la familia a Punta del Este, básicamente por no seguir con la acostumbrada presión de mi señora espetándome que los nenes están siempre encerrados, pero además para evitar en el futuro a decenas de sicólogos quienes luego de succionarme miles de pesos me plantearán un panorama oscuro, sombrío, de que los niños quedaron con esos baches afectivos porque no los sacaba en vacaciones a ningún lado, que debí dedicar calidad de tiempo sin importar tanto la cantidad, que nunca es tarde, en fin …. …..toda esa perorata de la culpa que tan bien manejan y que logran tan fácilmente hacerme sentir una escoria andante. (Pero lo que no saben los psicólogos y nunca les voy a contar es que cada fin de semana para no tener cargo de conciencia, siempre estoy esperanzado que llueva a cántaros o algún compañerito escolar me salve con un cumpleaños imprevisto)
El sábado amaneció frío pero con sol radiante, por ello sugerí que lo ideal serían actividades al aire libre. Salir en auto, llegar al puente de la Barra, tres pasadas a toda velocidad para que el varón emocionado disfrutara como loco y la nena asustada llorara como loca, luego estacionar frente al arroyo al lado de una casilla llena de cañas de pescar y afines. Ni bien bajamos un viento helado estaba esperando pacientemente para atacarnos, traté de sugerir otro paseo pero el entusiasmo de los niños iba creciendo a cada instante. Imaginaban que en pocos minutos estarían batallando contra un cardumen de corvinas negras de por lo menos diez kilos cada una (creo también que mi hija nombró la palabra tiburones) En la casilla una amable joven nos alquiló tres cañas por $45 y carnada por $15, lo que me pareció muy razonable para principiantes como nosotros, además venían incluidos a préstamo un balde, cuchillo y una tablita de madera. Caminamos hasta el muelle donde se reunían varios veteranos con pinta de experimentados pescadores quienes desde temprano ocupaban las mejores ubicaciones, mientras nosotros nos acomodamos por descarte en el único banco de hormigón que quedaba libre. Empecé a preparar todo para el primer lanzamiento, abriendo el nylon descubrí que la carnada era nada más y nada menos que…….camarones congelados. Esto me agarró de sorpresa, seis camarones por quince pesos… ¿seis camarones por quince pesos? ¿más barato que un pan flauta? Si cuando voy a las pescaderías del Buceo para comprar trescientos gramos de camarones tengo que llevar una escribana que me haga el título de propiedad y presentar dos garantías. Y para que pesen más siempre la bolsa trae mezclados a los camarones con mucho hielo, así cuando los termino de cocinar noto otra vez que me embaucaron con un puñado de krilles gigantes, que seguramente los criaron en la bañera de la casa y los hipertrofiaron con esteroides u obligándolos a levantar pesas.
Me dispuse a quitarles la cáscara, cortarlos en pequeños trozos y a ensartarlos en el anzuelo gracias al recuerdo aquellos veranos de la infancia sin otra cosa para hacer que ir de pesca, jugar al balero, al trompo, al futbolito, a la payana o tirarse por la bajadita de mi calle en una chata casera construida con seis tablones de obra y cuatro rulemanes medio oxidados de algún patín ya jubilado.
Iba sintiendo bastante asco, pero frente a mis hijos debía poner cara de póker y que mis movimientos parecieran naturales, de alguien que hizo esto miles de veces Mis fosas nasales registraban un olor nauseabundo emanando desde los dedos, lo que aclaraba el panorama y la razón de ese ridículo costo de los camarones. De frescos ya no les quedaba nada, eso estaba fuera de discusión. Tampoco era que estuvieran algo pasados, digamos en dos o tres días, la potencia que traía la nube con aroma putrefacto podía hacerle perder el conocimiento hasta al pelirrojo de C.S.I. ( ni que hablar al pelirrojo de Omar Gutierrez ) Esto quedó comprobado tras más de media hora observando fijamente que a las boyas de nuestras cañas no las movían ni un Tsunami, por simple deducción los pocos peces que pasaban cerca seguro lo hacían tapándose la nariz, o quizás las branquias (vaya a saber con que parte del cuerpo olfatean los peces)
Así, de a poco los niños iban perdiendo entusiasmo pero sin olvidar increparme cada tres minutos que les diera una explicación lógica y fundamentada científicamente por qué habiendo tanta gente con tantas cañas en ese centro de reunión de millones de animales acuáticos, nadie pescaba ni una lata vacía de sardinas Coqueiro. No entiendo como llegaron mis hijos a la conclusión de: “millones” y además que yo era la versión tercermundista de Jaques Cousteau, con respuestas para cada dilema sobre el comportamiento de cada habitante del mundo marino. Sintiéndome arrinconado busqué improvisar algún manual de pedagogía para emergencias pescaderiles, haciéndoles ver que se requiere paciencia para atrapar algo y el gran secreto es guardar silencio, estar siempre atento a la espera de algún hambriento pez que se hubiera alejado de su familia y al pasar por allí mordiera el anzuelo oculto por los camarones. No sólo que ni les interesó mi relato y continuaron sus reproches, sino que también reconozco que a esa altura yo había comenzado a sentir un aburrimiento monumental, por lo que mi mente se largó a divagar (bueno, eso nunca me costó demasiado) a viajar de a poco a mayor distancias, a fantasear más y más profundamente……….. Casi de inmediato pensé en Michael Jackson y en los años que dedicó a la música, lo triste que fue para la humanidad su trágica pérdida. Recordaba su prolífica carrera, la cantidad de canciones tan hermosas y enseguida me concentré en Billy Jean con aquel inolvidable paso de caminata hacia atrás bautizado “moon walker”. Queda claro que siento gran admiración por Mike (así le decíamos los íntimos) y desde que vi por primera vez el video clip estuve ensayando horas y horas tratando de copiarle el paso a mi ídolo. Jamás logré desplazarme más de cinco centímetros, además desistí luego de aquel intento que me tranqué con la alfombradle living y caí como podrido, me hice tremendo esguince de tobillo y debí guardar cama durante dos semanas con la pata hacia arriba.
De pronto me sacó de trance el brusco movimiento de un vecino que tenía colocados en su caña unos diez anzuelos y había enganchado un pejerrey, en mi opinión algo más pequeño que Nemo. Pensé que lo devolvería al agua, porque dado el tamaño aunque quisiera consumirlo entero no le servía ni para preparar un bocadito de sushi. En cambio lo guardó en el balde como un trofeo, se me ocurrió entonces que lo mejor que podía hacer era llevárselo, darle un par de manos de pintura verde fluorescente y tratar de enchufárselo a algún acuario como el famoso peixe iluminado, rara especie en extinción traída del Amazonas.
Media hora después y cuando creía que en ese muelle no cabía ni un alfiler más, apareció una pareja de abuelitos aventureros. Él cargando tres cañas, ella una bolsa de supermercado y tres taburetes plegables de playa, trayendo de la mano a un pequeño de entre dos y tres años. Probablemente era el nietito a quien llevaban cada tanto a pasear para que sus padres tuvieran un rato de descanso los fines de semana. Por el frío atroz lo habían abrigado como para que resistiera solito el Sitio de Stalingrado, vistiendo un pantaloncito de gruesa pana, botas de lluvia, gorro de lana con pompón, bufanda de dos metros de largo que le daba no menos de cuatro vueltas alrededor del cuello y la cabeza, dejando apenas una mínima rendija para respirar, y para que lograra ver por donde caminar seguro le habrán colocado un GPS en el gorro. Traía también puestos innumerable cantidad de buzos invernales bajo una campera cuyo talle se notaba ya escaso, todo esto junto no le permitía ni bajar los brazos. Entre esa sumatoria de ropa, los brazos extendidos y la bufanda tapándolo casi por completo, el pobre se había transformado en una mezcla de momia del hijo de Tutankamón con la versión miniatura de Jesucristo en el Corcovado. Le era imposible sostener una caña, lo único que podía hacer era andar con el balde colgado de un brazo, la bolsa de bizcochos en el otro y cuando quería comer alguno le pedía a la abuela se lo metiera en la boca.
Después de esa distracción me sentía resignado por el rotundo fracaso de la pesca, no tuve dificultad en convencer a los niños para retirarnos a alta velocidad. Reaccionaron como gatillo fácil, en ese momento cualquier actividad encerrados en cuatro paredes parecía mejor que seguir chupando frío y aburriéndose en forma constante.
Cuando devolví los útiles de pesca la amable propietaria de The Barra Rent- a Caña viéndome como otro incauto más que no había logrado sacar nada, por piedad me ofreció un lugar donde lavar las manos al costado de la casucha.
Ni bien abrí la canilla las pocas gotas que me cayeron fue como abrazarse con el mismísimo Moreno, aquel que de joven se recibió de Perito (nadie sabe de qué) luego compró un terreno en el sur argentino para plantar soja, y cuando fue a vivir se dio cuenta de que lo habían estafado con un glaciar. Hoy lo explota como atracción turística.
A lado de la canilla se encontraba un jaboncito con mugre acumulada de varias temporadas, al que sólo le faltaba el cartel que dijera: “Pista de patinaje para toda especie de virus de gripe, desde la A hasta la Z. Bienvenidas bacterias de cualquier cepa. Prohibido el ingreso con alcohol o Tamiflú”.
No quise ni mirar fijo a ese tramposo jabón , decidí mejor llevarme puesto el tufo que luego quedó también impregnado por tres días en el volante del auto, cepillo de dientes y casi todos los picaportes de casa.
Demás esta decir que apenas se alejó mi auto la chica volvió a congelar los camarones que me sobraron y pasaron a ser carnada del siguiente incauto ese fin de semana.
Para las próximas vacaciones de julio voy a poner un aviso en el Gallito Luís que diga:
“Busco profesor de pesca y camping para alumnos de 6 y 10 años, con experiencia en arroyos, ríos, sierras y montes, que motive a los niños a actividades al aire libre, les enseñe a lavarse la ropa, hacerse solos las camas, cocinar, planchar, y fundamentalmente que no se le ocurra incluir a los padres en la excursión”
Y si no aparece ningún candidato, pongo este otro:
“Busco psicólogo para paliar sentimiento de culpa por no sacar a mis hijos a ningún lado los fines de semana. Prefiero las sesiones los sábados y domingos”
sábado, 8 de agosto de 2009
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