Dentro de taxis y de poleras
(Dedicado a mi sobrino Adrián quien fue el inspirador de este relato)
La semana pasada estuve en Buenos Aires, y entre otras actividades me dediqué a perder tiempo andando de acá para allá metido en taxis. Otro viaje más donde vuelvo a corroborar la diferencia entre las magníficas fotos de los hoteles por Internet con la triste realidad de las habitaciones. Otro viaje en el que vuelvo a corroborar el original espécimen que es el taximetrista argentino con sus infinitos conocimientos deportivos , sitios clandestinos donde comprar barato ropa de marca, y por sobre todo, lo empapados que están en política y absolutamente pendientes de la vida del presidente, senadores y cada uno de los gobernadores provinciales.
La primera regla de oro que cumplen siempre es recibir al pasajero con la radio a todo volumen, no importa quien quede sordo. Puede ser música, algún relato futbolístico, o esas profundas polémicas entre panelistas aportando temas de real trascendencia para la sociedad, como los sentenciados en Showmatch y el rival de Ricardo Fort en su última pelea.
La segunda regla que respetan con solemnidad es el bocinazo a cualquier automovilista que cometa el mínimo error o se demore más de medio segundo para salir del semáforo. Para ellos las cebras de las esquinas son señales que indican:
“Acelere por favor, si mata a alguien quédese tranquilo que fue culpa del peatón, usted nunca va a ir preso”
La cantidad de años al volante, lejos de haberles dado calma y paciencia para enfrentar la jungla de cemento, los ha convertido en polvorines listos a explotar ante el menor conflicto. Tanto el dale boludo como el apurate pedazo de pelotudo son moneda corriente, digamos un billete de cinco pesos, y vociferados a diestra y siniestra cada jornada laboral con absoluta naturalidad, como quien saluda con un buen día o al llegar a su hogar pregunta qué hay para cenar. Todas las palabrota son válidas, no hay ninguna que se inhiban de espetar ni siquiera cuando llevan clientes del sexo femenino.
Salí de la terminal de Buquebus y paré un taxi. Todo mi equipaje era una valija mediana y le había metido poca ropa ya que iba sólo por dos días, pero también para ver si sirven de algo los consejos de Don Borges.
El taxista si bien se bajó, saltaba a la vista que lo hizo de mala gana. Abrió el baúl y,… ¡oh sorpresa!:
Tal vez hubiese lugar para un bolso deportivo o una “chismosa” de almacén con medio quilo de kiwi a lo sumo.
Mi valija hizo su mejor esfuerzo, pujó y pujó cual parturienta al final de la semana cuarenta, pero sin la mínima posibilidad de ingreso, pues una garrafa de gas ocupaba más de la mitad del espacio. El sector izquierdo lo cubría un balde lleno de herramientas, la campera de abrigo a la derecha, y en el centro la rueda auxiliar completamente lisa y desinflada. Valija al asiento delantero, y en caso de pinchar, tragedia absoluta.
Al entrar sentí en el ambiente un penetrante olor a grasa de auto mezclado con el de muchos cigarrillos negros. Me tapé la nariz para que se me impregnara lo menos posible, y me puse a observar en el interior algunos elementos decorativos que pretendían ayudar al vehículo a estar mejor “tuneado”.
Del espejo retrovisor colgaba el clásico rosario, y un diablito vestido con camiseta roja portando un símbolo en su pecho con la sigla C.A.I. Sobre el tablero, un pequeño portarretrato imantado con tres fotos de esposa e hijos, y debajo la frase:
”NO CORRAS PAPÁ, TE ESPERAMOS”.
Busqué a mis espaldas y sólo estaba el plumero, pues el leoncito que mueve la cabeza de seguro se escapó a Sudáfrica a encontrarse con Zakumi, la mascota oficial (¿se habrán conocido chateando en Facebook durante el mundial?).
Y ya nos acompañaba en los parlantes el potente sonido de bandoneones, luego el piano y al final ingresó el grupo de violines, mientras el cantante se esforzaba por imitar a Julio Sosa aunque con escaso éxito.
Sólo para que bajara los decibeles traté de abrir el diálogo con la infalible pregunta de cómo anda la cosa en el gobierno.
Tarea cumplida, bajó la perilla.
(Varios segundos de silencio, parecía estar eligiendo la mejor respuesta)
_“Mire maesstro, la corrupción de esste paíss se ve en todos ladoss, dessde lo más alto hassta lo máss bajo. A loss políticos tendrían que meterlos presos a todosss, acá el sisstema essta repodrido.
Él era peronisssta a muerte, pero arrepentido de haber votado a esta manga de chorrosss. Y no solamente conocía la cantidad que llevaba robada el gobierno actual, sino que también lo saqueado por los últimos tres anteriores. Hablaba con la seguridad y firmeza de quien domina los números, como si un espía dentro La Casa Rosada le hubiese mostrado documentos clasificados. Cuando le pregunté si tenía informes concretos, respondió con naturalidad que había elaborado un ranking de desfalcos:
_Los Kirchner se chorrearon quinientosss paloss.
_ ¿Usted me habla de millones de,… pesos?( puse voz de tontito)
_¿Ma qué pesosss?, ¡DÓLARESSS MAESTRO!!! contestó, al tiempo que juntaba las yemas de todos los dedos de su mano derecha.
_¿Y Menem? , pregunté con falso tono de interés.
_Mil palos.
_ ¿De la Rúa?
_ No, ¿ese essstúpido qué se va a afanar? No llegó ni a cincuenta paloss.
¡Asombroso!! Me respondía con la velocidad del Sheriff al desenfundar su arma contra los forajidos en aquellos épicos duelos del Lejano Oeste.
Quedé pasmado, pensativo. Bueno al menos De la Rúa tenía valores morales, era de códigos y con ética. Comparado con los otros dos, cincuenta millones no es nada ¿verdad?
Y el tipo manejaba las cifras al centésimo. Menem no se había robado ni novecientos ni mil doscientos, la justa habían sido mil millones exactos, ni un peso más ni un peso menos. Llegó a mil millones y paró. Stop, hora de retirarse.
Me devanaba los sesos, ¿cómo un simple trabajador de taxi pudo acceder a datos tan precisos y actualizados? Este hombre era oro en polvo para la CIA, y yo el único privilegiado con quien compartía sus intimidades. De haber tenido un grabador en ese momento dejábamos a Watergate como simple chusmerío de Intrusos, como lío entre vecinos.
En mi mente el lado salvaje se moría de ganas de acusarlo de fantasioso e infantil, aunque preferí guardar silencio porque había venido a disfrutar, no a calentarme. Pero con el tráfico porteño deteniéndonos a cada minuto esto iba para largo, así que busqué cambiarle abruptamente de tema.
Esa mañana temprano en el barco había estado hojeando el diario, por lo que un par de mis neuronas olvidaron almacenar la palabra piqueteros. Acá si yo pagaba el viaje, él debería gastar algo de saliva en cosas que me agradaran a mí, no a él. Él y sus juicios no eran importantes. Sólo los míos lo eran. Acá se iba a hacer mi voluntad
Con voz firme y autoritaria pedí que opinara sobre Botnia y ese amor devoto que le profesa el pueblo de Gualeguaychú.
Contestó algo breve, aunque nunca voy a saber qué fue, pues justo se iniciaba en la radio un nuevo dos por cuatro a cargo de Gardel y su team de guitarristas.
Él tampoco oyó mi pregunta o comprendió cualquier otra cosa, porque casi sin tomar aliento se largó a disertar sobre el grave mal que causa la diabetes. Punto. Fin del diálogo, el tema Botnia terminó antes de empezar. Sacó la jeringa y sin pasarme ni un poquito de alcohol me vacunó en frío. Necesitaba conversar de diabetes, era su hora de terapia y no había tenido con quien desahogarse. Alguien lo iba a escuchar, alguien le oficiaría de esponja absorbente. Lamentablemente me tocó estar en el momento equivocado, en el taxi equivocado,…… y perdí como en la guerra.
Nunca podré entender con claridad si él o qué pariente tuvieron, tienen o tendrán exceso de azúcar en sangre, pero encontraron EL remedio casero aconsejado por un tal Riverito. Lo más maravilloso de Riverito era que, habiendo estudiado abogacía (y conste que menos de dos años), igual lo consultan hasta profesores de medicina.
La receta milagrosa y simple del casi procurador parece ser el alpiste, ese mismo alpiste que integra la dieta de los pequeños gorriones y tantas otras aves.
Siguiendo las directrices del gurú, ingiere todas las mañanas en ayunas una cucharada sopera de alpiste y la ayuda a bajar con agua sin gas. De esa manera concluyó, se le habían regularizado los valores en sangre y ahora en cada comida ya puede entrarle a los dulces con firmeza, sin tener cargo de conciencia:
Tortas, flanes, chocolates, alfajores, variedad de mermeladas y como si estuviera frente a la pizarra de La Cigale, nombró más de veinte sabores de helados. Despacio y relamiéndose me paseó por todo el bolillero postreríl, justo a mí que los médicos no me permiten ni mirarlos fijo. Pero era tarde para reproches, la baba ya me caía a borbotones, tenía nublada la vista y mis ojos entrecerrados.
Apareció de no sé donde la imagen de mi cuerpo en una piscina olímpica llena de chocolate derretido, chantilly, y almendras flotando por toneladas. Mientras nadaba pecho lentamente, iba dando suaves brazadas y abriendo la boca cada treinta segundos, metiéndome a piacere crema, luego chocolate, y cada tanto mezclaba el brebaje con las almendras.
De alguna manera y contra mi voluntad volví a la realidad, le pregunté si conocía el famoso postre Martin Iron de añeja tradición británica, a base de cuartirolo cheese and sweet of membrillo (hice el mejor esfuerzo para pronunciar la palabra membriiou en inglés cerrado).
No se inmutó y ni contestó, él continuaba concentrado en su mundo, yo era un árbol, un poste de luz, lo que le dijera resultaba irrelevante.
Contó que había empezado a darle también alpiste a losss pibesss en el desayuno (me los imagino a diario con la energía y el entusiasmo para ir a la escuela).
¡Qué increíble! ¡Lo ignorante que fui todos estos años! ¡Entonces los creadores de la Diaformina son unos chantas de cuarta!
Cada dos o tres frases volvía a la carga con Riverito, que Riverito esto, que Riverito aquello. A decir verdad había trascurrido menos de quince minutos y ya me fastidiaba Riverito. Pero más por la devoción del relato que por interés, traté de hacerme la película de como sería este chamán Riverito:
¿Una criatura intergaláctica caída en La Pampa dentro de algún meteorito? ¿o un experimento secreto de la NASA? Seguro que sus células estarían formadas por un coctel de ADN de los doctores: House, Selby Scholl y hasta Cándido Pérez
Estuve a punto de preguntarle cuando partiría “nuestro”
amigo Riverito al Instituto Pasteur para integrarse a la cátedra de endocrinología, y si pudiera conseguirme el teléfono para ofrecer mis servicios de agente literario. Había vislumbrado el gran negocio de dirigir el lanzamiento a nivel mundial del tratado:
” THE DIABETES AND THE ALPISTE” (by the great little Rivero)
El hombre seguía tan compenetrado que las manos le empezaron a temblar y sudar, en su cuerpo se iba produciendo una metamorfosis ¿No estaría ya poseído por el demonio azucarero? ¿Qué pasaría si ingresaba en trance y se ponía a flotar en el aire en posición horizontal, como Linda Blair en el exorcista? Acá nos matábamos sin previo aviso, luego aparecíamos en Crónica, acompañados de esa infaltable y estridente marcha musical que meten morbosamente cada vez que hay una desgracia.
No había como pararlo, las palabras fluían cual catarata del Niágara y su lengua descansando menos que el ingenio popular, arengándome en creciente y descontrolada idolatría. La misma idolatría que el pueblo se ha habituado a profesarle a San Maradona y a otros tantos mortales argentinos sólo por saber cantar, bailar o adquirir fama contando intimidades frente a cámaras y en revistas de nivel periodístico cero. Queda claro que el monoteísmo no es el fuerte de nuestros vecinos.
En ese momento recordé hace años el encuentro con un “yuyero” de feria barrial, quien como la mayoría en su ramo se había autoproclamado autoridad en diabetes, aunque un sexto sentido me decía que era el típico timador de la más alta alcurnia. Lo confirmé en poco tiempo al probar sus pócimas mágicas de repulsivo olor y peor sabor. Tras dos semanas incluyendo varios litros con el almuerzo y la cena, sólo logré que me saliera bruto sarpullido en la cintura tipo culebrilla, fuerte diarrea ya se sabe dónde, y azúcar hasta por las rodillas. Posteriormente la culebrilla me la intentó curar una bruja, quien luego de desnucar una gallina la agarró del cogote y anduvo revoleándomela por sobre la cabeza, al tiempo que ni sé cuantas veces me eructó en la cara con un aliento a cebolla y resaca de vino patero o tetrapack. Al final, ya sin ideas como seguir, balbuceó en portuñol fronterizo que el trabalho que alguien me había hecho por envidia fue de los más complicados que hubiera enfrentado, pero ella con esmero había logrado destrabalharlo. No sólo me sacó el mal de ojo sino también cien dólares. Por cien más ofreció leerme la borra del café y tirarme los buzios. Me escapé corriendo.
Mientras él taxista seguía con su monólogo, volví a usar ese sofisticado mecanismo de evasión que aprendí hace tanto, haciendo que en mi cabeza su voz fuera bajando intensidad de a poco, al tiempo que iba subiendo el de varios pensamientos llegados uno atrás del otro en fila india:
Entonces, ¿qué sucede con esos laboratorios suizos, alemanes y americanos que gastan incalculables fortunas al estudiar gran variedad de enfermedades, que además contratan a los mejores investigadores del mundo buscando soluciones para millones de insulinodependientes en los cinco continentes?
¿Y si llamo a ROCHE para explicarles que hasta hoy han perdido el tiempo con costosos, largos e innecesarios ensayos? Les aconsejaría consultar a otros colegas científicos por si tuviesen en casa algún canario o zorzal campestre, una cotorrita atorranta, que sé yo, serviría incluso un jilguero que anduviera afónico o hasta mudo. Que les hicieran a las mascotas la curva de glicemia para confirmar las extraordinarias propiedades del alpiste. Sencillo, sin misterios. La llave para el premio Nobel.
Por fin el chofer se aplacó y guardó silencio durante escasos segundos, tiempo suficiente para pasarle un aviso y pedir que se detuviera en la siguiente esquina. Faltaban dos cuadras para llegar al hotel pero no lo aguantaba más.
Cuando descendí y el taxi partió, mis ojos quedaron fijados a la publicidad sobre la marquesina de un comercio. Quise distraer la mirada hacia otro lado pero no podía, me encontraba fascinado, hipnotizado, y al instante retrocediendo en el tiempo abruptamente, como si pisara el acelerador a fondo dentro de la coupe Delorean en “Back to the Future”.
El cartel rezaba la palabra VANLON y mostraba a su lado una pequeña letra®, clara advertencia que la marca estaba registrada y pobre a quien se le ocurriera vender algo con dicha etiqueta. Debo decir que desde que tengo uso de razón y hasta ese momento había estado convencido que el nombre del producto era Banlón con be larga, por lo tanto este anuncio me confundía por completo, me había jaqueado culturalmente.
Para quien no la conozca, Banlón era una fibra fácilmente estirable usada en gran variedad de prendas. Apareció enseguida a mi memoria el Crofil seis, también otra fibra pero hecha por Sintéticos Slowak, y la tan afamada tela Bonding que nunca entendí cómo, cuando y por qué alguien decretó que debía ser usado como sinónimo de ómnibus y el resto de los rioplatenses lo acatamos mansamente.
Pero volviendo al Banlón o Vanlón, como sea, se había iniciado un torrente de recuerdos vinculados al nombre, a esa época de grandiosa nostalgia.
Allí estaba la imagen de aquella señora llamada China, amiga de mi madre y con quien compartió la infancia, pero ella había emigrado a Buenos Aires en su adolescencia. Supongo que en las primeras décadas del siglo XX estaría de moda ponerles este nombre a las hijas, el mejor ejemplo lo dieron don Zorrilla y su esposa. (A veces me pregunto si no caminarán por las calles de Pekín algunas mujeres cuyo nombres de pila sean “Uluguasha” o “Algentina”.)
En fin, lo importante que la China y mi madre continuaban la amistad, y a la vez su esposo dirigía una fábrica de ropa para ambos sexos, donde todo lo que producía era a base de Banlón. En cada viaje de mis padres a la vecina orilla se encontraban con esta pareja y jamás olvidaban comprarles algo para traer de regalo, aunque también intuyo que para “darles una mano”.
Invariablemente regresaban con decenas de poleras para mí, para mis hermanos, primos y tíos, y sin importar si mis padres iban dos, tres o diez veces al año, en casa ya sabíamos que volverían con el infaltable paquete de poleras. Nunca me llegó esa tan necesaria bermuda floreada para estrenar algún verano en la Mulata, ni siquiera la sunga atigrada para poder pavonearme frente a las chicas por la orilla de la Ramírez. Y menos que menos la campera Astronauta , los mocasines de Guido, o aquel añorado pantalón Edu oxford con piel de durazno, donde la gente hacía más de tres horas de quilométricas colas en la puerta de Eduardo Sport para tener el privilegio, el honor de adquirir uno.
Igualmente soy un eterno agradecido por cada regalo que recibí y jamás quise desairar a mis padres con quejas nimias. Lástima que nunca llegaron a comprender que todo ese grupo de codiciada indumentaria eran herramientas indispensables para cualquier joven que pretendiera obtener patente de camba.
En mi familia la polera fue el eterno abanderado, la llama olímpica, el presente insignia, la nave nodriza de las pilchas que ya sabíamos estarían en primera plana ni bien se abrieran las valijas. Así el vasto ajuar de mi ropero lo componían:
El vaquero Far west, en cuya grifa trasera le pintaba encima con drypen la palabra LEE, pero siempre me quedaban las tres letras muy desprolijas, movidas, y de tamaño completamente diferente a las originales. Tres calzoncillos Gino Paoli y cuatro BVD idénticos a los que promocionaban los jóvenes alcanza pelotas en el Estadio. El par de Incalcuer todoterreno suela de goma, aquellos veintiúnicos championes Funsa regalo de Reyes que debían resistir como mínimo hasta fin de año, y treinta poleras de Banlón en gran gama de colores, varias de las cuales en invierno supieron oficiar de pijama. Dejemos constancia que para mí cualquier vestimenta hecha de Banlón era algo altamente prestigioso, un plus de elegancia, le daba al usuario absoluta jerarquía. No tenía ni comparación con la vulgar fibra de camisas Porex, esas que al ponértelas en pocos minutos ya sentías como que te estabas dando un baño María, o habías recibido un rabioso golpe de aliento de la esposa de Burro, el fiel compañero de Shrek.
El Banlón era el Banlón, el género de la high society, sólo for the Carrasco people and other pocos elegidos. Con ese original argumento quería siempre mi madre lavarme el cerebro, venderme un buzón, convencida que yo carecía de criterio propio y al salir de paseo o a una fiesta me daría igual encajarme desde un hot pant hasta un poncho patrio.
Pero aún así, con mi vestuario tan limitado y condicionado por mis padres, hubo cierto secreto que supe guardar con especial celo y jamás saqué a la luz. Hoy tantos años después estoy arrepentido, porque de haberle notificado al esposo de la China en tiempo y forma, tal vez le habría ayudado a escapar de una catástrofe económica que a la larga igualmente se produjo.
Mis dos hipótesis son:
A) En esa época a pesar de mi corta edad, podía ser que mi cuello fuera deforme, mucho más ancho que el del resto de la población mundial. Nunca quise hacerlo público, evitaba siempre llamar la atención y que la gente se quedara observándome como si estuvieran frente al casero clandestino de NotreDame.
B) Lo más probable que causó la debacle de la empresa fue que el molde de poleras medía tres centímetros menos de los necesarios en la sección del cuello, para que cualquier traquea dejara pasar libremente oxígeno a los pulmones. Y aunque no viene al caso hacer alusiones bíblicas, igual creo que sería más factible que un pecador entrara al reino de los cielos a que alguna cabeza de homo sapiens pasara por ese agujero.
Ni bien lograba el arduo objetivo de entrar en la polera, ya me sentía cual pajuerano paseando solito y despreocupado por Londres, noche negra, sin luna ni estrellas. De pronto entraba al clásico callejón superoscuro, donde nunca falta esa espesa niebla que anuncia crimen inminente, y además logra asustar hasta al más machote de los machotes londinenses. Allí caía en las garras de algún estrangulador profesional que justo estaba cubriendo el turno de la madrugada.
Llegué caminando al hotel, subí a la habitación, tiré la valija adonde cayera y bajé de inmediato. Paré otro taxi. Al abrir la puerta ya me aguardaba la radio a todo volumen. No iba a dejar pasar mucho rato en preguntarle al chofer por la corrupción en el gobierno, y por supuesto, como no podía ser de otra manera si había algún pariente diabético en la familia, pues él tenía el privilegio de llevar como pasajero a uno de los pocos habitantes del planeta conocedor del remedio económico, natural y fundamentalmente, de-fi-ni-ti-vo sin necesidad de fármacos. Y si el hombre se me habría querido escapar con otro tema, le cerraba el paso tirándole con la completa información que poseo de las cantidades que han robado sus propios gobernantes en los últimos años.
sábado, 17 de julio de 2010
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1 comentario:
Excelente Jorge, muy bueno de verdad, me hizo reír y recordar mucho mi viaje reciente a BsAs, es tal cual.
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