Acumulando puntos
Cualquier empresa que haya lanzado alguna vez al mercado un programa con el que se pueda acumular puntos ha logrado con éxito la más absoluta fidelidad por mi parte y de toda mi familia. Nadie se puede quejar, ni los Supermercados ni las tarjetas de crédito, o el Abitab donde pago mensualmente la luz y teléfono. Pero en todos estos años nunca logré juntar suficientes puntos como para vanagloriarme de haber ganado algún premio interesante, más que un secador de pelo al cual mi mujer nunca me dejó tocar, o una plancha que vive viajando de service en service mientras yo sigo yendo a trabajar cada día con la ropa bien arrugadita al estilo acordeón . También obtuve un microondas que cuanto más tiempo encendido más y mejor enfría la comida, creo que usa ondas AM de Radio Montecarlo con la voz grabada del señor Bello en “Aquí esta su disco”, y una tostadora atorranta que todas las mañanas se le tranca la feta de pan por más finita que sea, y si por milagro logro pescarla con el tenedor, siempre sale rota y bien chamuscada.
Además, no importa cual sea la táctica que le sugiera a mi señora para lograr mayor puntaje conjunto, igual nunca consigo nada: Si digo que compremos todo en el Disco, una especie de fuerza sobrenatural la lleva hacia Tienda Inglesa, y si cambio de estrategia pasándome de golpe a Tienda Inglesa, ella arranca para el Macro.
Pues bien, cuando ya resignado a que nunca lograría ganar nada importante, increíblemente llegó un mail de American Airlines que había acumulado suficientes millas para el premio a Estados Unidos. Al margen de que la emoción me embargó, apuré el trámite e hice la reserva pues coincidió que necesitaba viajar por trabajo, pero mayormente porque creía que con los actuales líos económicos mundiales la compañía aérea podría hacerme la “gran Pan American”; O sea fundirse tranquilamente en cualquier momento dejando a todos los pasajeros tirados por el mundo, en un seguro “arreglate como puedas and go to sing to Magoya”.
Confieso que con gran pesimismo fui en busca del premio, e increíblemente el premio existía de verdad. Pero no venía en forma graterola como bien supuse, había que pagar una tasa de 75 dólares que nadie de American supo justificar su razón más que con argumentos insostenibles.
Por antiguos problema de rodillas pedí cualquier asiento frente a la puerta de emergencia, pero como de costumbre, como cada viaje que he hecho, me contestaron que debía hacerlo bien tempranito en el “check in”, y aunque llegué al aeropuerto cuatro horas antes igual me anunciaron estaban todos ocupados desde hacía semanas. Creo que me voy a ir a la tumba sin entender como acceder a este curro.
Atravesar el Free Shop fue un suplicio. Mientras paseaba despreocupado los vendedores me dejaban tranquilo como a mi me gusta, pero cuando me detuve que mirar un perfume se me abalanzaron varias jóvenes obligándome a oler las nuevas fragancia de ni sé qué fantasmas franchutes. En dos minutos ya me habían rociado con más de diez spray diferentes, comenzando en las palmas de mis manos y terminando casi por los codos. Para sacármelas de encima les dije que me disculparan, pero por tener la glicemia tan alta el médico me había prohibido usar perfumes hechos por el socio de Gabbana. Como ni entendieron cambié la táctica y con naturalidad pregunté si les quedaba VITESS o AVANT LA FETE, por lo que se quedaron mirándome desconcertadas, y resignadas a que no me sacarían ni un mango se alejaron con la excusa que las estaba llamando la supervisora.
De la interminable lista de encargos hechos por mi madre, mi hermana y mi señora, recordé la crema antiarrugas Stendhal. Cuando vi el tamaño del pote pensé que sería una muestra gratis, pero al oír el precio, descubrí que cada gramo es un poquito más caro que la Heroína. Es más, creo que los narcos pierden el tiempo traficando tanta droga que los expone a largos períodos de prisión. En su lugar deberían comprar un par de kilos de esta crema Stendhal, en un bowl industrial tipo Panadería mezclarlos con diez kilos de Doctor Selby , cuatro de Ponds y veinte barras de jabón BAO (rallado fino), mandar a fabricar a China unos doscientos potes truchos, rellenarlos, y al mejor estilo AVON ofrecerlos casa por casa a un treinta por ciento más barato.¿Quién los va a descubrir? si allí estaban varias señoras probando y comprando estas cremas que seguro venían usándolas desde hacía tiempo. Al observarles el cutis más de cerca concluí que todas sin excepción habían quedado algo peor que Manuelita tras su ajetreado regreso de París a Pehuajó.
Durante la espera para entrar al avión me encontré con un tipo que parecía conocido, de esos que veo cada muchos años, él se acordaba perfectamente de mi nombre, el de mi esposa y el de cada uno de mis hijos. Yo en cambio, ni el nombre y ni siquiera de dónde lo conocía, tal vez estuviéramos peleados desde niños y me había olvidado el motivo, o quizás jamás habíamos conversado anteriormente. Esta última teoría ganó fuerza cuando apenas comenzamos el diálogo noté que hablaba de gente, calles e historias con las que nunca tuve vínculo alguno. Cada dos frases me nombraba a un tal Garbarino y un tal Menéndez del Club de Golf, y lo más cerca que he estado del golf es cuando le agrego salsa a los palmitos. Pero no quise desairarlo porque en ese momento estábamos en perfecta simbiosis, nos precisábamos mutuamente para hacer pasar el tiempo, así que seguí dialogando porque igual no tenía donde escapar.
Luego contó de sus problemas al por mayor, el perjuicio que le causó la caída de la Bolsa, el presupuesto de enviar los hijos a colegio pago, el costo de la salud. Si bien no me interesaba nada de su relato, por solidaridad me acoplé a la charla explicándole que no estoy en mejor situación, que todo me resulta caro, que la canasta familiar, la educación, lo que subió la ropa, que casi no acumulo puntos en el Supermercado, bla bla bla, etc. Cuando se hizo un silencio y no quedó tema para seguir, oímos el llamado por altoparlante a los pasajeros de Primera Clase o Ejecutiva, y ante mi atónita mirada el bajoneiro se despidió saliendo raudamente hacia la cola de privilegiados.
Quedé sólo y sorprendido, pero de inmediato traté de sobreponerme y me vino a la mente esa última esperanza que tal vez alguien se apiadara y me diera un asiento sin nadie al lado para poder descansar mejor. Al ingresar una azafata tomó mi ticket en el que resaltaba la palabra “no charge”, y sin perder tiempo en dirigirme la palabra, cabeceó con ese gesto inconfundible de “seguí pa´triqui”. Pasé caminando por “Primera” donde la mayoría eran yanquis y europeos que ya estaban leyendo Newsweek o escribiendo estupideces en sus Laptops ni me prestaron atención, seguro acostumbrados a viajar seguido con esa comodidad. Pero en “Ejecutiva” volví a experimentar la eterna sensación que me persigue desde hace muchos años. Tanto los yoruguas, los porteños e incluso el bajoneiro, que habían garroneado abiertamente, todos concentrados mirándome a mi, solamente a mi, con esos ojos mezcla de goce y recelo contra posibles polizontes compartiendo el mismo pensamiento:
_”Andá para Económica pedazo de bichicome, ni te atrevas a pedir para sentarte con nosotros. No nos queremos contaminar de gentuza como vos”.
Y para que se prolongara mi tortura quedé trancado por una señora parada adelante que no encontraba lugar para su súper baúl de cien kilos, el cual hasta hoy no sé como le dejaron subir (por un bolsito de mano tamaño lonchera escolar ya me hubiesen bajado del vuelo, con un guardia y esposado) Se sentó la doña, el baúl seguía oficiando de barricada pero a ella poco le importaba. Los garroneros continuaban clavándome sus ojos, ni desviaban la mirada, cada segundo me parecía una hora. Apareció un funcionario salvador de American y tras acomodar el baúl me pidió otra vez el ticket. Balbuceó algo en inglés cerradísimo mezcla de Oklahoma y Nebraska, lo poco que logré entenderle fue que siguiera hasta el fondo pasando el baño, y luego creo murmuró que por lo repleto que íbamos y dada la categoría de mi pasaje, en lugar de un asiento me darían una hamaca paraguaya.
Me acomodé en la última fila, al medio, butaca central, bien rodeado por dos ursos pinta de basquetbolistas americanos, con más de dos metros cada uno. Mi “good afternoon” cayó en saco roto como si no hubiese hablado y por ende la respuesta nunca llegó. Esto ya empezaba mal, aunque tal vez podrían ser sordomudos y estaban yendo a los Juegos Paralímpicos, o por los auriculares que les colgaban estarían concentrados en la música de sus Ipods
Antes de la tan demorada partida, con un calor sofocante y sintiendo que en cualquier momento moriría de sed apareció mi conocido desde adelante quien, vaso de champagne en mano y sacándose de entre los dientes un resto de langostino se acercó a decirme fuera a visitarlo después. Con fingida sonrisa le contesté que por supuesto iría en un rato, aunque ambos sabíamos que no me permitirían ni acercarme a Ejecutiva. Arrancamos hacia la pista al tiempo que nos enchufaban el video para casos de accidentes. En la pantalla apareció el dibujo de un avión flotando en el océano con toboganes en las puertas de emergencia, mientras que en el pasillo nuestras azafatas se pusieron a lanzar algunos manotazos inentendibles hacia el fondo y los costados. Como no entendí nada no presté mucha atención porque calculé que si de verdad hubiera una desgracia y por decisión divina yo quedara vivo, seguro no sería el único y saldría detrás de alguien que sí había entendido para donde correr.
Despegamos. Turbulencias constantes. Usando mi máxima fuerza lumbar traté de reclinar el espaldar y logré moverlo digamos… un grado, un grado y medio. Me sentía prensado como matambre casero, comprimido en medio de los dos simpáticos mastodontes. El de la derecha, con claros signos de vegetaciones no operadas en su niñez, respiraba tan fuerte que casi no permitía que el oxigeno bajara a mi altura, mientras mis rodillas se clavaban contra el asiento delantero y se me habían acalambrando las pantorrillas, así que sólo me quedaba salir cada tanto a caminar por el pasillo para que mi cuerpo descansara un rato.
Cuando llegó la cena no hubo sorpresas ni esperanzas de cambios en el siempre previsible menú aéreo:
O chicken, o pasta, pasan los años y estos dos platos siguen gobernando en Económica. Hice el clásico Tin- marin -de -do ¬¬-pingüé mental y quedó la pasta, que resultó un interesante engrudo digno de ser usado para deberes domiciliarios de “corto y pego” en cualquier jardín de infantes. Lo comprobé fehacientemente luego de haber llegado a Miami y tener que hacerme un autoenema tras cuatro días sin movimiento intestinal.
Terminada la ronda de café todos a mí alrededor se durmieron enseguida, mientras yo comenzaba de a poco a desesperar por lavarme los dientes. Estuve ensayando mentalmente la estrategia para lanzarme por encima del más bajo de mis vecinos. Apoyé las manos en el asiento delantero, pegué un saltito a oscuras con tal mala suerte que caí sobre su pie izquierdo, al tiempo que le tiraba del pelo a la señora durmiendo adelante. Flor de puteadas llegaron en varios idiomas (se disiparon mis dudas, los tipos no eran mudos).
Dado el olor reinante apenas abrí la puerta, cual experimentado buscador de perlas en arrecifes coralinos me puse a aguantar la respiración, y aunque era una aeronave bastante nueva y amplia, seguro que los ingenieros habían olvidado de calcular el tamaño de los toilettes que medían casi cero por cero metros. Ni bien bajé el pantalón y me puse a orinar, una nueva turbulencia volvió a agitar el avión como si fuera de papel. En instantes el chorro adquirió vida propia y se largó a decorar tanto la tabla y la tapa del inodoro así como las paredes laterales. Limpié todo rapidito como pude y no como hubiera querido, porque sentía bastante asco y necesitaba salir a recuperar oxígeno. Regresé a mi lugar pero decidí hacerlo por el lado opuesto. Nuevo intento de salto alto, pisada y puteada del otro Yeti.
A mitad de la noche, vencido por el cansancio y casi profundamente dormido mi naríz registró un olor diferente, fuerte, tóxico. Pensé que estaba soñando, pero dentro del cerebro alguna neurona en el lóbulo parietal le dio a mi ojo izquierdo la orden de abrirse de inmediato. Sólo alcancé a ver una figura masculina que a paso ligero se dirigía al baño, y emulando al Cometa Halley venía largando su densa estela de gases. Cuatro filas adelante un bebé comenzó su sesión de llantos que duraron dos horitas, tal vez por dolor de muelas, tal vez por hambre o quizás por la densa estela. Conmigo y con el bebé creo se despertaron varios, y aunque andaba con un par de Dormicum encima quedé como el Dos de Oro hasta el aterrizaje. Por todo eso no pude obedecer devotamente a Rosario Castillo quien cada noche en el noticiero nos arenga como un Gurú con esa profunda frase filosófica.
A pesar de todo no tuve más remedio que dejar de soñar.
( continuará)
miércoles, 5 de noviembre de 2008
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