Desde que empecé a escribir he tratado de no incluir ninguna palabrota, y tampoco ninguna de las tantas anécdotas escatológicas que me han sucedido a través del tiempo. Pero como hace mucho no hago terapia, porque en realidad nada importante me sucede, no tengo más remedio que dedicar unas líneas a ésta anécdota de hace tantos años. Quiero que sepan una vez más que los hechos fueron así, no quité ni agregué nada.
A pedido de muchos de ustedes voy a tratar de ser lo más escueto posible porque sabemos que no queda nadie en el planeta Tierra dispuesto a leer un correo que mida más de 20 líneas. Quien se aburra por la mitad, como siempre apretar el Delete y seguir con sus tareas habituales.
El Planetario
El año 1964, Escuela 189 de Punta Gorda, yo cursaba cuarto año.
Paseo programado al Planetario del Zoológico Municipal. Antes de subir al ómnibus, maestra informa a viva voz y en forma lenta que el paseo comienza y termina en la escuela. A nadie lo pueden venir a buscar antes, ni nadie se puede bajar antes en ningún lugar.
Llegada, sentarse todos los alumnos. Directora pedir silencio mientras el salón oscurecerse. Lucecitas simulando estrellas llenaban todo el cielo ficticio. Encargado del Planetario se puso a describir nombre de la estrella que representaba cada lucecita, acompañado para ello de una linterna señalizadora. No sé si por nervios o por algo ingerido durante el desayuno, comencé a sentir un movimiento sísmico dentro del estómago. Algo así como un volcán a punto de entrar en erupción, sólo que en dirección contraria. Me resultaba curioso pues yo no solía desayunar mucha cosa, además que casi nada me hacía mal, o por lo menos eso creía hasta ese día. Faltaba aún media hora para finalizar y lejos de poder concentrarme en las palabras del disertante, mi mente se largó a realizar el siguiente complejo cálculo:
Capacidad de aguante a las puntadas que producían el deseo de movilización intestinal, más rechazo a poner la colita en cualquier baño sucio, más la vergüenza que me daba informar a mis maestras que me estaba haciendo caca. A la ecuación debía restarle el tiempo que duraría la oratoria sobre las estrellas, en la cual cada minuto se me estaba transformando en horas.
No era fácil la decisión. No podía levantarme pues las autoridades escolares nos habían amedrentado con sanciones por mal comportamiento. Además yo estaba situado en medio de una larga fila de alumnos, todos apretados y casi sin espacio para caminar. Por otra parte, si hubiese hecho prevalecer mi impulso, de todas maneras no se veía nada y no sabría hacia donde ir. En algún momento sentí aflojarme, pero por suerte logré aguantar. Un accidente allí haría que me recordaran por varios siglos, incluso más que a la Vía Láctea.
Dada mi corta edad y por no haber conversado nunca hasta ese momento con alguna mujer casada, no sabía como serían los dolores de parto. Pero hoy tantos años después, no tengo duda que mis retorcijones cíclicos superaban de a poco a los de cualquier parturienta de quintillizos.
Final de la tortura “estrellística”. Encendido de luces, directora que nos hace subir rápido al ómnibus pues se había hecho tardísimo. Yo pedir para bajar en la esquina de mi casa, pero maestra repetir su frase tan bien estudiada:
_El paseo empieza y termina en la escuela
_ Pero señorita, necesito llegar urgente a casa (nunca entendí la razón por la que nos obligaban a llamar "señorita" a mujeres mayores ya casadas y con varios hijos)
_ El paseo empieza y termina en la escuela
_ Pero...
_ Em-pie-za y ter-mi-na en la es-cue-la, ¿qué parte de la frase no entendiste?
Más que una, tardamos dos vidas en llegar. Como correspondía pasamos a una cuadra de mi casa y estuve tentado en tirarme por la ventana. Aún con el frío invernal, yo sudaba cada vez más mientras me concentraba en el control de esfínteres, tomando especial recaudo de las curvas pronunciadas y las frenadas repentinas del inconsciente chofer.
No sé cómo pero llegué integro a la escuela, y desde la puerta del ómnibus hasta el baño bajé un récord mundial de velocidad para los cien metros en 9,72 segundos, el cual nunca fue homologado por el Comité Olímpico. A pesar de que este edificio era relativamente nuevo, sus arquitectos, o desconocían que se debe colocar inodoros en los baños escolares, o no les había alcanzado el dinero aportado por Primaria. Y al igual que en esos bares atorrantes que siguen pululando en nuestro país, donde hay que ingresar conteniendo la respiración por fragancias nocivas, los baños de nuestra escuela tenían el famoso pozo negro y un par de lozas a sus lados de tamaño igual a los zapatos del Yeti. Reconozcamos que para un varón, orinar allí resulta fácil. Pero hacer caca ya es cuestión de capacidad para mantener el equilibrio, cuadriceps y rodillas trabajados en un gimnasio para lograr reincorporarse, y por supuesto excelente puntería a distancia.
Por desesperación creo que no conseguí cumplir con casi ninguna de estas reglas. Si bien pude bajarme los pantalones a tiempo y ponerme en cuclillas, logrando una satisfacción inminente por la descarga, no había hecho la previsión para la limpieza post- caca. Ni un pequeño papel se veía en el lugar.
Giré mi cabeza en todas las direcciones, al estilo Linda Blair en
“El Exorcista” En ese momento me habría conformado con un cuaderno Tabaré, algún paquete vacío de cigarrillos, un trozo de diario,que sé yo, hasta una simple serpentina. Debí apelar a las hojas mimeografiadas que nos habían repartido en el Planetario, las cuales creo contenían información complementaria a la charla recibida.
Para coronar el mal día debía apurarme porque me esperaba la “bañadera” que nos llevaba a casa a diario. Apurado me levanté los pantalones, notando en el camino que una estela de excrementos casi líquidos había quedado depositada desde la altura del bolsillo hasta casi el talón de mi pierna derecha. Subí al ómnibus y me senté adelante, apretando la pierna contra el asiento. Al instante un ingrato olor profundo invadió todo el ambiente. No había sitio allí adentro donde se pudiera respirar aire puro, y ninguno de los niños se abstuvo de quejarse a todo decibel por el aroma reinante. Yo me uní a la chusma para ver si lograba desviar la acusación hacia otro sector del vehículo, tapando mi nariz con dos dedos igual que el resto. Al llegar a casa, me paré y giré para quedar de frente al resto y de espalda a la puerta. Bajé los escalones yendo marcha atrás, haciendo la gran Michael Jackson con su “caminata lunar” en la canción “Billy Jean”. Ni los otros niños ni el chofer me descubrieron
jamás (eso creo hoy). Entré a casa llorando al grito de “me hice”, y mi madre viendo el desastre me metió vestido a la ducha. Lo peor de todo fue que al otro día hubo un escrito sorpresa sobre lo que se supone debimos haber leído en las hojas mimeografiadas. Me comí flor de cero.
Tan sólo recuerdo que hay en las estrellas una Osa mayor y una Osa menor, además de las tres Marías, y hasta hoy en día sigo buscando dónde y cuando yo podría aplicar estos conocimientos tan valiosos sobre el Cosmos.
Una pregunta final para todas las maestras del país:
Queridas señoritas, cuando ustedes sienten fuertes retorcijones estomacales y se encuentran en el Planetario o en otro paseo escolar, ¿se aguantan hasta llegar a sus hogares, o van a cualquier baño por sucio que se encuentre?
¿No les parece también que a veces hay que ponerse en el lugar del niño y pensar que quizás sí se encuentra en una emergencia y le puede dar vergüenza decirlo? ¿Qué hablan los libros de Psicología, esos que ustedes estudian tanto para recibirse de maestras respecto a este tema?
martes, 23 de octubre de 2007
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